viernes, 17 de diciembre de 2010

La noche se tiñe de humos coloreados de aromas absurdos y empalagosos, y el tiempo parece fluir de otra manera; tan rápido que las experiencias son infinitamente intensas pero tan lento que pronto pasan a ser recuerdos lejanos.

Aunque los más recientes acólitos todavía no lo sepamos, eso significa que ya no estamos en nuestro mundo de origen, sino en aquel en el que el más-que-hombre pulula, inventando a su paso la gran mentira que contiene la verdad mayor.

Esta vez las especias molidas con el opio resultan especialmente excitantes. Los pulmones se abren y agitan como nuevos corazones para una nueva sangre que despierta una nueva vida en todos los presentes. Los aceites se extienden por los cuerpos sin necesitar más que el roce, no necesariamente sexual pero siempre emotivo, de los seguidores reunidos, quienes susurran desde su alma los nombres conocidos de su deidad.

Y todo... todo al son de la flauta de bambú de la que emergen las caladas del Viejo, adaptando su cadencioso baile a la intensidad y tono de la melodía. Hasta que él mismo se la entrega a un adepto cercano, maestro del Ku. Entre lo que puedo distinguir, el viejo exhala una calada en la boca de su acompañante, dando lugar a un extraño beso.

Yo, por mi parte, acabo por entregarme casi temerariamente a aquellos placeres desconocidos... hasta que, de pronto, el humo se detiene en su sitio y cambia de color, y todas las mentes parecen despejarse al instante. El viejo Bo empieza a narrar entonces la primera parte de su historia... aunque de entre todas las veces que la he oído desde entonces, nunca ha coincidido prácticamente en nada.

Más adelante yo no recuerdo nada: a la mañana siguiente se me hablaría de las once fases del Ku, y de que no todos llegaban a la segunda -aquel momento de sobrenatural lucidez- en su primera noche, y nadie nunca -salvo el viejo al velar de nuestros sueños- había pasado de la octava.

Cuadernos de Nakko, Tai-Ku

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